Dos Hummer negras con chapas uruguayas dan una vuelta en la plaza y se estacionan. Bajan tres hombres con borceguíes militares y entran en la misma confitería en la que estoy hablando con un concejal. Lo ven pero no lo saludan, al menos no en público.
No sé si mi entrevistado sabe demasiado, o no sabe nada. Aca nadie sabe quien es quien y por eso es mejor no preguntar. La gente en el Conurbano ha aprendido a mirar sin ver.
La 25 de Mayo es la confitería más tradicional (vieja) de San Miguel. Con el paso de los años se ha ido aggiornando para poder competir con las cadenas de Plaza del Carmén y Martinez que están en las municipalidades vecinas. En la puerta tienen seguridad privada para que “los mocosos no entren más a pedir y afanar bolsos. Sin seguridad esto parecía Sarajevo”, me contaba un mozo.
El lugar no me gusta pero es el preferido de los políticos de la zona. Además tampoco es que hay demasiadas opciones lejos de los barrios privados de la zona Oeste. O te comes un pancho de parado en un Maxi-kiosco o te vas a la 25 de Mayo.
Se sientan a mis espaldas, no los puedo ver pero los escucho. Sin verlos sé que su impunidad es violencia.
Manejar autos importados con chapas Uruguayas, estacionarlos, y tomarse un café relajado es vivir en un mundo paralelo.
Ellos y nosotros sabemos que en la plaza desaparecen bicicletas en segundos a pesar de usar candados. Sin embargo, ellos no se preocupan porque saben que a nadie se le va a ocurrir “tocar” sus Hummers. Disfrutan de sus cafes tranquilos y contentos. Diría que gozan ejercitar su impunidad en plena luz del día.
¿Habrá sido así cuando se llevaron a mi papá?
¿Los narcos de hoy son los milicos de ayer?